19.5.09

(Des) Cuidar.


Ella le quería, claro que sí. Y mucho, además. Pero un día, cansada de pintar sonrisas que se desteñían cuando él apagaba la lámpara de la mesilla de noche, lo abandonó. Aunque tampoco hizo exactamente eso. Le dejó una nota, y una bandeja con un poco de pollo para calentar en el microondas. Lo que no dejó fue su cepillo de dientes, ni su ropa, ni sus libros. Ni nada que por lo que tuviera que volver, más tarde o más temprano. Tanto se esforzó por no dejar cosas atrás, que hasta le hizo un hueco a su corazón en la maleta. Y costó más de lo que había pensado plegarlo y meterlo allí dentro. Al principio, le faltaba el aire, como si fuese a ahogarse en cualquier momento. Sin embargo, nada más cruzar la puerta del rellano sintió como una bocanada de aire fresco. Tan placentera fue, que hasta llegó a plantearse si finalmente el corazón se había echado atrás, había abierto la maleta, y se había vuelto a meter en la cama, cubierto totalmente con las sábanas, como si estando allí nada malo pudiera pasarle. Pero no, ella no le había dicho la combinación. La había pensado a conciencia, para asegurarse de que, en última instancia, no se arrepentiría de ir en busca de su libertad.

Él era bueno, jamás diría lo contrario. Ese no era el problema. Era descuidado, eso sí. Tanto, que hasta suspendió en el amor. Y, al igual que muere un pez si se le da más o menos comida de la que necesita, murió esa llama que un día la había quemado por completo. Ese sentimiento que le hizo perder la cabeza por él. Ese que la había hecho creer que es posible ver a la misma persona por la mañana, por la tarde, y por la noche, sin que la vista acabe tan cansada, que hasta duela mirar a esa persona.

Ahora, ese mismo sentimiento la ahogaba, la retenía y la anulaba. Tanto, que incluso a veces se planteaba si realmente sería tan invisible para los demás como lo era para ella misma, cuando se miraba al espejo. Ni siquiera era capaz de recordar cuándo o en qué momento empezó todo. Quizás fue la primera vez que ella le enseñó algo que había escrito y él la ignoró. O tal vez en una de las muchas ocasiones en las que se ponía a divagar. Él la oía, pero no la escuchaba. Ella podía verlo con total claridad. Puede que fuera una de tantas veces que no supo leer en sus ojos lo que sentía. La tristeza, la felicidad, o el miedo que a menudo se reflejaba en sus límpidas pupilas marrones. Tal vez, una de esas noches en las que se sentía extraña, y él no era capaz de comprender que, en realidad, estaba perdida. Que siempre lo había estado y que, en realidad, sólo buscaba a alguien que tirase de su mano con delicadeza, y se ofreciera a buscar un camino junto a ella, mientras hablaban de cosas banales. Sin más.

Pero el motivo que lo empezó, o incluso el que lo acabó, el detonante que hizo que, un sábado por la mañana ella se levantara y decidiese salir en busca de no se sabe bien qué (no, ni ella misma lo sabía), ya no importaba. El caso es que ahora caminaba sola por la calle, cargada con una maleta y el bolso de mano, con dirección a la próxima parada de autobús. Mientras, en el cielo, empezaba a chispear. Y el casi imperceptible sonido de la lluvia al chocar contra la acera, ahogado por el estruendoso sonido de la maleta, le parecía hermoso. Tanto que, por un momento, deseó tener el tiempo suficiente como para poder observar cada una de las gotas que caían en el suelo, conciente de que cada una de ellas era única; no existían dos iguales. Y entonces, un par de lágrimas se desprendieron de sus ojos, recorriendo lentamente su mejilla. Aquellas lágrimas también eran únicas, y por un momento, deseó que él se hubiera fijado en eso. Que, al igual que ella, hubiera sentido esa necesidad de pararse a observar, de dedicarle un poco de tiempo. A ella, que jamás se cansaba de mirarlo. Despierto, o dormido. Mientras reía, o se concentraba, el momento daba igual. Cualquier excusa era buena para sonreírle en cualquier momento, cuando él volviera a reparar en su existencia.

Sólo necesitaba eso; sentirse importante, quizás hasta interesante. Justo como ella le veía a él, y todo lo que éste pudiese hacer. Pero eso jamás ocurrió. No durante más de un día seguido, si es que había suerte. Y, al igual que los peces, al igual que esas gotas que nadie se paraba a observar o, al igual que la comida puede estropearse si uno olvida ponerla a la nevera, ese amor murió. Se estrelló contra el suelo y se estropeó. Caducó, y dejó de tener sentido. La soledad empezó a pesar demasiado y ahora, ella tan sólo caminaba. Sin ningún destino claro ni dirección, pero hacia delante, rumbo a su libertad, estuviera donde estuviese. Pero sobre todo, prometiéndose a sí misma que, si la encontraba, no se permitiría el lujo de descuidarla ni dejarla pasar. No mientras le importara retenerla a su lado. Eso jamás.

12.5.09

Calor.


Muérdeme los labios, y no pares hasta que me duelan. Apaga la luz, y deja que mis dedos recorran cada centímetro de tu piel. Nos leeremos en braille hasta que asome el amanecer. Después, con los primeros rayos de sol, puedes bajar la persiana. Fingiremos que el tiempo se ha detenido, suspendido en un momento; ese preciso momento, a nuestra merced. Jugaremos con las normas de la existencia y desafiaremos las leyes de la gravedad. Créeme, abandónate conmigo y después, nos volveremos a reinventar. Caricias, roces, calor. Deja que te susurre al oído cuánto deseo probar estas palabras. Tengo hambre, hambre de ti, pero no te preocupes, no te voy a comer. Tan sólo deja que te saboree. Hoy, ahora, en este preciso instante, hagamos que el siempre sea esta noche.

Y después, cuando, exhausta, caiga rendida sobre la cama, y me sumerja en un cálido sueño, no te quedes a mi lado por miedo a hacer ruido. Cuando me despierte y abra los ojos, posiblemente tu cara sea lo último que desee ver. Seguramente, después de un buen café, ni siquiera me acuerde de tu nombre, tampoco creo que a ti te importe demasiado que no te dijese el mío. Así que vete, no dejes ninguna nota. No hagas mucho ruido al salir y cierra la puerta con cuidado, por favor. Al fin y al cabo la eternidad a veces dura lo que dura un orgasmo. Y llegado ese momento, yo ya habré alcanzado el fin de la inmortalidad.

11.5.09

Miedo.


Su familia, ajena a todo, lo amaba. Ella ya no, hacía tiempo que no. Por eso, cuando se presentaba a las puertas del trabajo a esperarla, con los ojos inyectados en sangre, ella sentía ganas de gritar. Pero, en vez de eso, le tomaba la mano y rezaba para que alguien tirase de la que le quedaba libre.