Recuerdo que, hace unos meses, intenté hacerle un regalo diferente a una persona muy especial. Un regalo que no le haría a todo el mundo, ni siquiera a una milésima de una milésima de éste. Pero sí a ella. Quise regalarle la verdad, porque pensé que se la merecía.
La verdad; algo que casi nadie suele decir, salvo quizás en momentos puntuales. La verdad sobre lo que pensaba, sobre lo que sentía, sobre lo que yo era, o sobre lo que ella para mí. La verdad sobre lo que sabía y sobre lo que no sabía, incluso sobre lo que creía saber. Esa verdad que, en realidad, nadie desea saber. Precisamente por eso; porque es la verdad. Y la verdad es sólo eso. Con ella, muchas de las cosas que tal vez creíamos se van a pique. La verdad no tiene porqué ser agradable, fácil o sencilla de entender. La verdad es la verdad. Y nadie, no lo olvidemos nunca, absolutamente nadie, dice completamente la verdad. Jamás.
Si me preguntan si quiero escuchar una mentira o una verdad, dudo en responder, aunque realmente mi respuesta siempre será contraria a la que en realidad deseo.
Nadie debería pedir una verdad que no está preparado para escuchar. Y si lo hacen, deberían asumir las consecuencias, por duras que éstas sean.
Cuando le dije a esta persona lo que pensaba hacer, me dijo que prefería no saberla. Una vez dicho eso, me fue imposible revelársela. Luego, en cambio, se lo agradecí. Así que no se la dije. Ni siquiera intenté recordarla.
Tal vez, ni yo misma estuviera preparada para escucharla, aunque ésta saliese de mi boca.
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