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7.9.09

Si tengo que salir de tu vida


Si tengo que salir de tu vida, espero no hacer demasiado ruido. Desvanecerme, como aquellas promesas que, tantos e ilusos de nosotros, nos hicimos un día.

Si tengo que salir de tu vida, espero no tener nunca ganas de volver a entrar. Probablemente, ya será tarde.

Si tengo que salir de tu vida, no quiero que pienses en mí como alguien que estuvo de paso, y luego se fue. Alguien que no quiso quedarse.

Si tengo que salir de tu vida, prefiero que pienses que jamás existí. Pues no me gustan los recuerdos. Especialmente, los del corazón.

Si tengo que salir de tu vida, olvida que estuve. Qué soy y qué fui. Que un día fui contigo, y ahora soy sin ti.

Si tengo que salir de tu vida, muéstrame el camino. Enséñame la salida. Y una vez fuera, cierra con llave, y sé feliz.

6.9.09

Borradores


¿Recuerdas aquél borrador verde, en el que grabaste tus iniciales junto a las mías? Es el mismo que utilicé para borrarte de mi vida.

Así, pum. Visto y no visto. Como si nuestra historia no fuera más que un cúmulo de palabras que se pueden borrar. Como si nada de esto hubiese ocurrido. Como algo que no vale la pena, o que, por el contrario, la valió demasiado como para querer recordarlo durante toda una vida; y ten en cuenta que ésta es la única que tengo.

Fue bonito, y especial, mientras duró. Después, vacío. Tuvo que ver con el tiempo, que acaba por emborronar los destinos escritos en lápiz. No debimos hacerlo; eso ya te lo dije.

Todavía se me escapan las lágrimas, caprichosas, cuando pienso en lo que fue y pudo haber sido. De nada sirve buscar las palabras adecuadas para decirlo, si ni siquiera sabes realmente lo que quieres explicar. Yo no lo sé. Ni porqué te escribo, tampoco. A ti, que nunca vas a leer nada de esto. A mí, que nunca he sido ni he querido ser consciente de mi sinrazón. De esa que me hace libre, mientras me conduce de cabeza hacia el abismo de la infelicidad.

Emociones que amenazan con desbordar por los límites de mi corazón. Hasta encontrar lo poco de cordura que me queda, para arrastrarla con ellas también. Nada sirve, si no estás tú para compartirlo conmigo. Nada seguiría sin servir, aun que lo estuvieras.

Desde entonces, odio los borradores porque, cada vez que veo un espacio en blanco, me imagino que lo nuestro ha estado escrito ahí. O que podría haberlo estado. Y el ser consciente de ello, sólo hace que me den ganas de destruir todas esas estúpidas gomas de borrar, que de tan poco sirven, pues lo único que consiguen es hacerme recordar. Ya que, desgraciadamente, no desaparece lo que se inscribe en el corazón.

¿Recuerdas aquél borrador…? ¿Pues sabes qué? A la mierda con los borradores.

11.8.09

Éxtasis.


Mírame. Quiero que leas en mis ojos que quiero que te quedes esta noche. Que intuyas en mis labios que deseo que me toques. Que huelas en mi piel que anhelo el placer.

Tira a un lado tu chaqueta, acércate, y arráncame la ropa; esta noche no la necesito. Muérdeme, provócame escalofríos. Hazme temblar. Esta noche quiero pasarla contigo.

Me muero porque vivas dentro de mí, tan sólo esta noche. Te dejaré probar aquello que muchos otros han deseado encontrar. Acaríciame, juega conmigo, hasta que se nos agoten los huesos. Hasta que no podamos más. Desbordemos el éxtasis hasta el final.

Átame si lo deseas, pero no me amordaces, porque además de gritar, voy a utilizar mi lengua para hablar un idioma que todavía desconoces. Déjame mostrártelo, que guíe tu mano, y que te acompañe por el camino de llamas que lleva hasta el frenesí.

Sin frenos. Hoy quiero arder y consumirme. Aguanta, quiero perder la consciencia en mitad da tanta excitación, quiero quedarme sin fuerzas, desatar mi furia y convertirla en gozo.

Cansarme tanto que se me nuble la mente. Hasta que olvide que son tus manos las que recorren mi cuerpo, y no las de él.

29.6.09

Impotencia.


Frente a ella, una mujer magullada, llena de moratones. “¿Por qué no le dejas?”, le pregunta llorando al espejo.

19.5.09

(Des) Cuidar.


Ella le quería, claro que sí. Y mucho, además. Pero un día, cansada de pintar sonrisas que se desteñían cuando él apagaba la lámpara de la mesilla de noche, lo abandonó. Aunque tampoco hizo exactamente eso. Le dejó una nota, y una bandeja con un poco de pollo para calentar en el microondas. Lo que no dejó fue su cepillo de dientes, ni su ropa, ni sus libros. Ni nada que por lo que tuviera que volver, más tarde o más temprano. Tanto se esforzó por no dejar cosas atrás, que hasta le hizo un hueco a su corazón en la maleta. Y costó más de lo que había pensado plegarlo y meterlo allí dentro. Al principio, le faltaba el aire, como si fuese a ahogarse en cualquier momento. Sin embargo, nada más cruzar la puerta del rellano sintió como una bocanada de aire fresco. Tan placentera fue, que hasta llegó a plantearse si finalmente el corazón se había echado atrás, había abierto la maleta, y se había vuelto a meter en la cama, cubierto totalmente con las sábanas, como si estando allí nada malo pudiera pasarle. Pero no, ella no le había dicho la combinación. La había pensado a conciencia, para asegurarse de que, en última instancia, no se arrepentiría de ir en busca de su libertad.

Él era bueno, jamás diría lo contrario. Ese no era el problema. Era descuidado, eso sí. Tanto, que hasta suspendió en el amor. Y, al igual que muere un pez si se le da más o menos comida de la que necesita, murió esa llama que un día la había quemado por completo. Ese sentimiento que le hizo perder la cabeza por él. Ese que la había hecho creer que es posible ver a la misma persona por la mañana, por la tarde, y por la noche, sin que la vista acabe tan cansada, que hasta duela mirar a esa persona.

Ahora, ese mismo sentimiento la ahogaba, la retenía y la anulaba. Tanto, que incluso a veces se planteaba si realmente sería tan invisible para los demás como lo era para ella misma, cuando se miraba al espejo. Ni siquiera era capaz de recordar cuándo o en qué momento empezó todo. Quizás fue la primera vez que ella le enseñó algo que había escrito y él la ignoró. O tal vez en una de las muchas ocasiones en las que se ponía a divagar. Él la oía, pero no la escuchaba. Ella podía verlo con total claridad. Puede que fuera una de tantas veces que no supo leer en sus ojos lo que sentía. La tristeza, la felicidad, o el miedo que a menudo se reflejaba en sus límpidas pupilas marrones. Tal vez, una de esas noches en las que se sentía extraña, y él no era capaz de comprender que, en realidad, estaba perdida. Que siempre lo había estado y que, en realidad, sólo buscaba a alguien que tirase de su mano con delicadeza, y se ofreciera a buscar un camino junto a ella, mientras hablaban de cosas banales. Sin más.

Pero el motivo que lo empezó, o incluso el que lo acabó, el detonante que hizo que, un sábado por la mañana ella se levantara y decidiese salir en busca de no se sabe bien qué (no, ni ella misma lo sabía), ya no importaba. El caso es que ahora caminaba sola por la calle, cargada con una maleta y el bolso de mano, con dirección a la próxima parada de autobús. Mientras, en el cielo, empezaba a chispear. Y el casi imperceptible sonido de la lluvia al chocar contra la acera, ahogado por el estruendoso sonido de la maleta, le parecía hermoso. Tanto que, por un momento, deseó tener el tiempo suficiente como para poder observar cada una de las gotas que caían en el suelo, conciente de que cada una de ellas era única; no existían dos iguales. Y entonces, un par de lágrimas se desprendieron de sus ojos, recorriendo lentamente su mejilla. Aquellas lágrimas también eran únicas, y por un momento, deseó que él se hubiera fijado en eso. Que, al igual que ella, hubiera sentido esa necesidad de pararse a observar, de dedicarle un poco de tiempo. A ella, que jamás se cansaba de mirarlo. Despierto, o dormido. Mientras reía, o se concentraba, el momento daba igual. Cualquier excusa era buena para sonreírle en cualquier momento, cuando él volviera a reparar en su existencia.

Sólo necesitaba eso; sentirse importante, quizás hasta interesante. Justo como ella le veía a él, y todo lo que éste pudiese hacer. Pero eso jamás ocurrió. No durante más de un día seguido, si es que había suerte. Y, al igual que los peces, al igual que esas gotas que nadie se paraba a observar o, al igual que la comida puede estropearse si uno olvida ponerla a la nevera, ese amor murió. Se estrelló contra el suelo y se estropeó. Caducó, y dejó de tener sentido. La soledad empezó a pesar demasiado y ahora, ella tan sólo caminaba. Sin ningún destino claro ni dirección, pero hacia delante, rumbo a su libertad, estuviera donde estuviese. Pero sobre todo, prometiéndose a sí misma que, si la encontraba, no se permitiría el lujo de descuidarla ni dejarla pasar. No mientras le importara retenerla a su lado. Eso jamás.

12.5.09

Calor.


Muérdeme los labios, y no pares hasta que me duelan. Apaga la luz, y deja que mis dedos recorran cada centímetro de tu piel. Nos leeremos en braille hasta que asome el amanecer. Después, con los primeros rayos de sol, puedes bajar la persiana. Fingiremos que el tiempo se ha detenido, suspendido en un momento; ese preciso momento, a nuestra merced. Jugaremos con las normas de la existencia y desafiaremos las leyes de la gravedad. Créeme, abandónate conmigo y después, nos volveremos a reinventar. Caricias, roces, calor. Deja que te susurre al oído cuánto deseo probar estas palabras. Tengo hambre, hambre de ti, pero no te preocupes, no te voy a comer. Tan sólo deja que te saboree. Hoy, ahora, en este preciso instante, hagamos que el siempre sea esta noche.

Y después, cuando, exhausta, caiga rendida sobre la cama, y me sumerja en un cálido sueño, no te quedes a mi lado por miedo a hacer ruido. Cuando me despierte y abra los ojos, posiblemente tu cara sea lo último que desee ver. Seguramente, después de un buen café, ni siquiera me acuerde de tu nombre, tampoco creo que a ti te importe demasiado que no te dijese el mío. Así que vete, no dejes ninguna nota. No hagas mucho ruido al salir y cierra la puerta con cuidado, por favor. Al fin y al cabo la eternidad a veces dura lo que dura un orgasmo. Y llegado ese momento, yo ya habré alcanzado el fin de la inmortalidad.

11.5.09

Miedo.


Su familia, ajena a todo, lo amaba. Ella ya no, hacía tiempo que no. Por eso, cuando se presentaba a las puertas del trabajo a esperarla, con los ojos inyectados en sangre, ella sentía ganas de gritar. Pero, en vez de eso, le tomaba la mano y rezaba para que alguien tirase de la que le quedaba libre.

29.10.08

Soledad.


Cuando se presentó, hace ya muchos años, no me inspiró demasiada confianza. Tal vez, porque sus palabras fueron las más claras que había escuchado hasta el momento. Pero, en esa temprana edad de mi infancia, no la supe entender bien. “Me llamo Soledad y voy a ser tu compañera a lo largo de esta vida”. Cuando ladeé la cabeza, incrédula, intentó explicarse mejor. “No temas. Soy la única que nunca va a apartarse de tu lado, estaré contigo siempre”. Sin embargo, a mí eso no me bastó, e intenté olvidar sus palabras. Pero fui creciendo y Soledad, aunque intangible, seguía ahí. No podía verla, ni olerla, ni tocarla, pero sí podía sentirla. Conmigo, siempre. Tal y como ella me había prometido. A veces, la notaba más cerca de mi, a mi lado, paseando conmigo por cualquier calle, o en casa. Cuando me peleaba con un amigo, cuando pasaba días estudiando, sin apenas salir. Otras veces, en cambio, Soledad tan sólo habitaba en mi interior. Estuvo presente cuando me fui de casa, o cuando mi matrimonio quedó reducido al recuerdo de esos maravillosos años que pasé, en los que llegué a pensar que Soledad o se había dormido, o me había abandonado. Pero no, allí estaba ella, presente.
Nunca se lo dije pero, con el paso del tiempo, llegué a cogerle cariño. Y a medida que la vida me iba enseñando lo bonita, pero dura que podía llegar a ser, me di cuenta del grado de realidad que contenían sus palabras. Soledad nunca me mintió y yo me alegré de poder contar con una compañera incansable, una que jamás se olvidó de mi. Soledad era difícil, en ocasiones, incluso dolorosa. Pero al final, pese a todo, me seguía quedando ella. Ya en mi vejez, cuando Soledad se instaló por completo en mi corazón, le di las gracias. Tiempo atrás, quizá la hubiese odiado. Pero ahora lo sabía; Soledad había cumplido su palabra. De hecho, fue la única que anunció un “no te dejaré” y, al final, pudo cumplirlo. Y yo, no podía estar sino agradecida por su sinceridad y su eterna compañía.