29.10.08

Soledad.


Cuando se presentó, hace ya muchos años, no me inspiró demasiada confianza. Tal vez, porque sus palabras fueron las más claras que había escuchado hasta el momento. Pero, en esa temprana edad de mi infancia, no la supe entender bien. “Me llamo Soledad y voy a ser tu compañera a lo largo de esta vida”. Cuando ladeé la cabeza, incrédula, intentó explicarse mejor. “No temas. Soy la única que nunca va a apartarse de tu lado, estaré contigo siempre”. Sin embargo, a mí eso no me bastó, e intenté olvidar sus palabras. Pero fui creciendo y Soledad, aunque intangible, seguía ahí. No podía verla, ni olerla, ni tocarla, pero sí podía sentirla. Conmigo, siempre. Tal y como ella me había prometido. A veces, la notaba más cerca de mi, a mi lado, paseando conmigo por cualquier calle, o en casa. Cuando me peleaba con un amigo, cuando pasaba días estudiando, sin apenas salir. Otras veces, en cambio, Soledad tan sólo habitaba en mi interior. Estuvo presente cuando me fui de casa, o cuando mi matrimonio quedó reducido al recuerdo de esos maravillosos años que pasé, en los que llegué a pensar que Soledad o se había dormido, o me había abandonado. Pero no, allí estaba ella, presente.
Nunca se lo dije pero, con el paso del tiempo, llegué a cogerle cariño. Y a medida que la vida me iba enseñando lo bonita, pero dura que podía llegar a ser, me di cuenta del grado de realidad que contenían sus palabras. Soledad nunca me mintió y yo me alegré de poder contar con una compañera incansable, una que jamás se olvidó de mi. Soledad era difícil, en ocasiones, incluso dolorosa. Pero al final, pese a todo, me seguía quedando ella. Ya en mi vejez, cuando Soledad se instaló por completo en mi corazón, le di las gracias. Tiempo atrás, quizá la hubiese odiado. Pero ahora lo sabía; Soledad había cumplido su palabra. De hecho, fue la única que anunció un “no te dejaré” y, al final, pudo cumplirlo. Y yo, no podía estar sino agradecida por su sinceridad y su eterna compañía.