30.4.09

Sobre el amor y cambio.


A veces, tengo la extraña sensación de que las personas comprendemos las cosas más simples cuando ya es demasiado tarde, cuando ya no hay tiempo. Cuando el amor, el desamor, y todo lo que éstos conllevan, ya han terminado. Otras veces, en cambio, hay cosas que comprendemos demasiado pronto. Y en ocasiones, comprender algunas de estas cosas asusta, pero reconforta. Nuestra propia visión no es universal, cada uno tiene sus creencias y sus ideales. Puede que los míos sean un tanto extraños, pero no por eso voy a dejar de exponerlos.

Y es que, con el tiempo, me percaté de que en los cuentos nunca decían por cuánto tiempo eran felices y comían perdices. Nunca. Jamás contaban los problemas que habían surgido a causa de la convivencia, ni los celos que sufrían los protagonistas, ni los enredos, ni los engaños. Ni siquiera las aventuras. No revelaban si la princesa finalmente se cansaba de la arrogancia del príncipe, o de si éste se hartaba de la perfección y sosería de la princesa. No narraban si éstos se enamoraban de un vasallo o, incluso, si se planteaban su condición sexual. En realidad no decían nada. Un final poco aclaratorio y carente de imaginación, ideado para los más simplistas. Pensado tal vez para los idealistas. Pero, ¿y después? ¿Qué pasaba después?

Así fue como dejé de creer en el amor, o, al menos, en la visión que la mayoría de gente tiene de él.

A lo largo de nuestra vida cambiamos constantemente, estamos sometidos al cambio durante cada segundo de nuestra existencia. Todos, hasta el mínimo de los detalles, produce una alteración en nosotros. Surge algo que antes no estaba ahí, reaparece algo que quizá ya había estado, muere algo que creíamos que iba a perdurar.

No existen las personas inertes. Con el tiempo, cada persona evoluciona. Da igual si el cambio la hace mejorar o empeorar. La cuestión es que está ahí; esa persona que tú creías conocer y que, de hecho, tal vez sí conocías, ya no es la misma. Ya no existe, salvo en tu imaginación y tu memoria. Y, en este caso, se pueden dar dos situaciones: una, te vas adaptando al cambio progresivo que dicha persona ha sufrido. O dos, te estancas, y ambos/as os convertís en unos desconocidos. Tan sencillo como eso.

No existen personas para toda una vida, sino para momentos. Pequeños momentos que hacen grande nuestra existencia. Sí, compartir situaciones inesperadas. Algunas, que quizás ni habríamos podido llegar a imaginar.

Todo se desgasta, hasta el amor. Como decía Heráclito, "todo fluye, nada permanece". Nosotros fluimos. Puede que, en un determinado momento, consideres a alguien imprescindible para ti. Tal vez, creas y estés convencido de que, sin ese alguien, tu existencia ya no sería posible, no sería la misma. Bien, puede que te equivoques, al menos en una parte. En realidad, nadie es imprescindible para nadie. Todos vienen, se quedan y, tarde o temprano, se van. Y cuando se marchan tú y tu vida seguís ahí, de distinta forma, pero seguís. Puedes echar de menos a una persona hasta que te duela, pero no morirás en el intento. Recuerda que, después de esa persona, es probable que vengan muchas otras. O no. Momentos; la vida está llena de ellos. Momentos y personas, diferentes personas. Puede que encuentres a un mismo ser con quien compartir todos esos momentos o puede que, por el contrario, encuentres a muchos. Incluso tal vez es posible que no encuentres al adecuado.

Hay muchos tipos de amor, demasiados. Aunque, en realidad, nunca son suficientes. Los seres humanos nos necesitamos los unos a los otro, somos incapaces de de no crear vínculos o relaciones, sean de la clase que sean. Hasta la persona más independiente tiene amigos, familiares, alguien a quien amar o admirar.

No hay que ahogarse, las personas son eso; personas. Tú también eres una de de ellas. No permanecerás. Al menos, no para siempre. Debemos dejar de sentirnos asfixiados, de pensar que el mundo termina un día, con la marcha de alguna de esas personas. Habrán más, seguro. A veces te desenamoras volviéndote a enamorar. Otras en cambio, piensas que te enamoras demasiado a menudo, o demasiado poco, pero no es así.

La vida es un fluir de sensaciones. Habrá caprichos, aventuras, habrá amor. Pero la vida es muy larga y, a veces, nuestra misma forma de pensar muy corta.

Sin angustias. Todo pasa, todo cambia. Personas y momentos, de eso está hecha nuestra vida. Siempre rondará alguien por nuestra cabeza. Y si todavía no lo hace, paciencia, que llegará. Y puede que, con el tiempo. Ni siquiera siga siendo ese mismo alguien. Tendrás que esperar hasta que llegue ese momento. Sin angustias y sin presiones, pasará. Y tú estarás preparado o no para que pase, pero te acostumbrarás, y seguirás con tu vida, cambiando constantemente, cómo no.

La vida es vacío. Vacío que intentamos llenar con personas, experiencias y lugares. Nuestra vida es como una historia llena de capítulos, y nosotros la vamos escribiendo cada día. Aparecen, reaparecen y desaparecen personajes. Pero al final, siempre quedas tú. Tú y la historia que, sin prisa, pero sin pausa, vas viviendo.

Creo en el amor, estará ahí siempre, pero no espero que esté de la misma manera. Y espero estar preparada para cuando ese cambio tenga lugar porque, sin duda, llegará. Pero de no estarlo, no importa. Con el tiempo, o con el desarrollo de mi historia, tarde o temprano lo estaré.

Como ya he dicho antes, nuestras creencias no tienen porqué ser universales, ni mucho menos. Ni válidas para los demás. Pero estas son las mías por ahora. Dentro de unos meses, apuesto a que, probablemente, serán otras.

7.4.09

Desorden.


Miras hacia tu estantería polvorienta. Los libros con que tanta ilusión compraste, o incluso aquellos que te regalaron para que pararas de repetir que los querías, siguen ahí, esperando que alguien (por ejemplo, tú) los abra.

No. Ahora ya no lees apenas, ni escribes. Ni siquiera piensas en hacerlo. Bueno, en realidad a veces sí, pero con pensarlo no solucionas nada.

Tampoco pintas, ni cantas, ni sales a pasear cuando llueve, a correr por las angostas calles como una idiota. Como si el mundo se acabara. Como si tu existencia se agotara con cada gota que choca contra la acera.

Ya no sonríes con la boca abierta. Esa risa natural y sincera que ahora puedes ver en fotos de tiempos pasados. Tampoco lloras, no en público. Y a veces notas que se te agotan las palabras.

Sales. Eso desde luego; sales mucho. Pero no lo haces con esas extraña seguridad, esa confianza que te deja mostrarte totalmente tal y como eres, sin más. Esa seguridad de que puedes tropezar tantas veces como quieras, o hacer la mayor barbaridad que se te ocurra en ese momento; ellos te conocen, saben como eres, y que a menudo necesitas hacer ese tipo de cosas porque sí. Que a veces te evades en tus silencios, te ausentas y observas a la gente de tu alrededor como si tú no estuvieras allí. Y de repente vuelves, más despierta que nunca.

No ordenas tu habitación y, por consiguiente, tu cabeza. Sabes desde siempre que para ti las dos cosas van unidas, por extraño que pueda parecerle a los demás. No vas a clase, a penas pasas por allí y, cuando vas, sientes que esa silla se le queda pequeña a tu cabeza. Sí, a tu cabeza. Por eso simplemente reposas allí el culo.

Has olvidado francés, inglés, y prácticamente a tus mascotas. Bueno, a ellas las recuerdas, pero no como se merecen; siguen vivas. Y, cuando vuelves a casa, notas que ya no encajas allí. Ni siquiera en tu ambiente. La verdad es que no sabes dónde encajas exactamente.

Y, como no, sigues sin saber lo que quieres. Pero en parte ya te has resignado; posiblemente, no llegarás a saberlo nunca.

Tus amigos te repiten que no te conocen, pero a ti no te hace falta escucharlo, ya lo sabes. Tú tampoco lo haces. Pero estás cambiando, ¿no? Lo preocupante sería que no lo hicieras. Significaría que estás viva, pero que has dejado de vivir. Y no. No es precisamente así como te sientes. Más bien, todo lo contrario.

Ya no haces casi nada de lo que hacías. Lo sabes. Y no es que todo aquello te disgustara, qué va. Por eso no entiendes nada. Pero lo mejor de todo es que, por una vez, tampoco te importa ni quieres entenderlo.

No haces casi nada de lo que hacías y, sin embargo, te sientes bien, lo estás y, además, no puedes parar de sonreír.